DAVID GIL
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Todos los hombres son mortales. Sócrates es un hombre, en consecuencia, Sócrates es mortal. Era, el infeliz: murió por voluntad propia para no ver el espanto de su obra: Occidente, que no sabe dónde mirarse, no hay espejo suficiente para su vanidad. Y ya ves, qué curioso: Grecia, el origen de la cultura que nos llegara en 1492 bajo la forma de la cruz y la espada es por donde ahora mismo se está desaguando Europa, la Loca, porque esta crisis económica parece irreversible: leche derramada que por virtud de la segunda ley de la termodinámica es imposible regresar al vaso que la contenía. A lo mejor tienes razón, amore, y Dios existe, pues nunca creí que me fuera a dar vida para presenciar la caída de Occidente, para asistir al restablecimiento del orden natural de las cosas. Quinientos años pudo vivir España de cuenta del oro que se robó de América. Durante quinientos años vivió España observando la más inquebrantable pereza. Ahora le llegó el momento de recuperar el tiempo perdido: no veo la hora de que empiece el show. Así que dile a Dios de mi parte que volví a creer en Él, que puede estar tranquilo, y de paso agradécele por haberte hecho mestiza, por haberte hecho colombiana y no occidental. Y especialmente por haberte hecho nacer en Medellín, en la comuna, pues es precisamente por eso que tienes las piernas y el culo que tienes, aunque en tu vida nunca hayas pisado un gimnasio: un kilómetro y medio cuesta abajo, hacia la iglesia, para asistir a la misa dominical; un kilómetro y medio cuesta arriba, de regreso a la casa para ver la telenovela. Ochocientos metros cuesta abajo, hasta la legumbrería para comprar las lentejas; ochocientos metros cuesta arriba, de regreso a la casa para preparar la sopa de la semana. Quinientos metros cuesta arriba, una vuelta más, para asistir al velorio del primo; quinientos metros cuesta abajo, otra vez, para conciliar el sueño bajo la balacera: placer todavía mayor al de dormir bajo una tormenta, que es una de las cosas que más extraño de Medellín, ya que en Nueva York, cuando llueve, cae una llovizna morosa, menuda, que va socavando el alma: todos vamos dejando el alma como tributo en las calles de Nueva York por más rápido que caminemos. Medellín, en cambio, le arranca a uno el alma de un solo zarpazo. Allá la dejé y por eso quiero volver, aunque me cueste morir.